PIEL

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Voy por lo sucio, quisiera reventar bajo esta piel. La sucia piel que narcotiza. Dueña absoluta del reflejo frente al espejo. No es el cuerpo lo que atrapa, sino el contorno de su delicadeza fantasmal, su forma única e irrepetible, su generalidad simple y universal. Es la piel sucia curtida la que se revela, la que se vuelve protagonista, la que fue y será víctima de tantas noches de excesos ya no memorables. Mártir constante de descuidos rutinarios, de poros diminutivamente desgastados por la inquebrantable necesidad de la nicotina atrapante. Si el cuerpo es preso del tiempo, la piel es el juez que lo encarcela. El desgaste apresurado de su noción tirana no es más que el concepto realista de envejecer. La piel dice, habla con la cruda franqueza que el más solemne de los intelectos es incapaz de asumir en su padecimiento.

Otra noche me encuentro frente al espejo. Otra noche de parálisis farsante, de reflexión aguda sobre esa sucesión de órganos minúsculos dispuestos a ser parte de algo mayor. Otra invernal noche me encuentro en un cuerpo zambullido en un temor delirante de explosión hormonal, de la posible explosión de esa piel en busca de una sucia semejante que la hipnotice.

La piel es la que más respira, la que lo respira todo. Su cometido es percibir la sensación del tacto. Para la piel el sexo no es la cacería insaciable del placer, sino la sensación en la caza de ese placer. Distinguir la huella imperfecta en el camino a la cercana imperfección. La misma piel que se eriza, la que nuevamente se narcotiza bajo la lupa tácita de la limpia piel que la acaricia, que acaricia. La piel no disimula. La pretensión razonable de que la piel todo lo expresa en su inconsciente pureza perceptible. La piel no engaña, los hombres y sus gestos sí. La piel no miente, los hombres y sus palabras sí.

La piel es pura en su duda existencial. Es la piel tatuada y maquillada la que ofrece la falsa invitación a lo simbólicamente natural. Como si hubiera algo más atrapante que la descuidada elegancia, que la desarreglada belleza digna de no todos los terrenales. La búsqueda seguirá insaciable, y el quiebre climático en mi escritura ya es ineludible. La revelación del enemigo antes de encharcarme en más íntimas y deseables aguas carnales se debe ni más ni menos que al conocido miedo por el que me encuentro sometido. Y ese victorioso enemigo es el pudor.

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